jueves, 28 de febrero de 2008

LA VOZ DE UNA OVEJA NEGRA (cuento)


A mi abuela Ana

Yo fui siempre la oveja negra. Es decir, ésa que en una familia del campo y de impecables costumbres, difiere desfavorablemente de sus cinco demás hermanas pequeñas. Desfavorablemente.

Un día, a mis diez años, de la nada y como una especie de proceder de mi condición, les arranqué y enmarañé la cuerda de colores que usaban para saltar a las niñitas de padres y maestros flexibles que sí podían comprar chucherías ¡Usted se va bien desayunada para la escuela y llega directico a almorzar con merienda y cena además! y jugar todo lo que quisieran ¡A la escuela no se va a otra cosa que a estudiar, carajo! a la hora del recreo. Tramé la fechoría con otras ovejas negras (eso sí, menos desfavorables que yo), aunque lo hice casi todo yo solita. Tan negra era, supongo, que también a mí solita la implacable maestra me citó el representante cuando esas niñitas fanfarronas le fueron con el chisme, incluyendo a mis secuaces. Tendría que ir mi mamá, mi severa e inclemente madre, cuanto antes.

Por supuesto, nunca le dije nada. Y así pasó el día.

Cuando la maestra me preguntó Dónde está tu mamá, Ana, qué pasó que no ha venido le dije que ella estaba muy complicada, que había perdido ayer a la última de mis hermanas y después del curetaje había quedado prácticamente inmóvil por unas semanas, Imagínese. Mirándome, inconmoviblemente, arrugó las cejas hacia abajo.
—¿Y tu papá?
Le dije que mi padre siempre estaba ocupado porque tenía que atender a cien obreros en la hacienda y al mismo tiempo velar por mi mamá y mis hermanas pequeñas y jamás se podría tomar unas horas En pendejadas como esa de estar yendo a tu escuela para qué. Mirándome, esta vez chocarreramente, arrugó las cejas hacia arriba. No me dijo más.
Supuse que ahí quedaba todo.

Transcurrida una semana entera sin trances y mientras regresaba a mi casa me encontré al vigilante de la escuela en el camino. Él venía y yo iba. Sentí tembleques en las tripas y una punzada en el pecho.

—¿Tú vienes de mi casa? —le pregunté.

—No —me dijo, con una mueca de indolencia y misericordia y susto. Y siguió su camino.

Y no me mintió, porque cuando llegué mi almuerzo estaba listo y servido con mis cinco hermanas emperifolladas en la mesa (como de costumbre), pude ir a dormir mi siesta de las dos de la tarde (como de costumbre), me levantaron a las cuatro a hacer mis tareas y mis labores en la casa (como de costumbre), y mi mamá me llamó a merendar y más tarde a cenar en compañía de mis cinco hermanas mugrientas (también como de costumbre). Nunca le vi la mueca que tendría si se hubiese enterado de algo raro.

Antes de irme a dormir, ella y mi papá me dijeron que fuera un momentico al patio. Un momentico nada más. Y ahí, entradas las nueve de la noche y mientras mis hermanitas ya estaban bien dormidas y apenas faltaba apagar todas las luces, me mataron.

Texto por: Carlos Castro. UCV.

2 comentarios:

Guzz Lightyear dijo...

Sólo dos palabras para un buen final. Un cierre inesperado. No maravilloso pero si muy inesperado, lo que hace que el cuento me haya dejado más que satisfecho.

Saludos desde San Cristóbal.

Unknown dijo...

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