martes, 10 de junio de 2008

Sofía Imber: “Sé amar, no sé odiar. Aunque parezca una frase hecha, lo que digo es auténticamente cierto”


A eso de las once de la noche no quedaban empleados en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. Un farol de Parque Central iluminaba el nombre del museo sobre la fachada. Por la puerta principal salió alguien con un martillo en la mano. Lo hizo de noche, porque de día probablemente el personal del museo no lo hubiera permitido. A la mañana siguiente todos se dieron cuenta de que alguien había arrancado diez letras a martillazos que dejaron una sombra debajo de las seis palabras «Museo de Arte Contemporáneo de Caracas». Así, “a carajazos”, Sofía Imber abandonó la fachada de su obra más importante.

“A carajazos… Nadie del museo se enteró cuándo quitaron mi nombre de la fachada”, Sofía Imber no muestra rencor cuando cuenta esto, ni siquiera rabia. Ella, que dedicó veintiocho años de su vida a un museo que ya no lleva su nombre, narra este hecho como algo del pasado que dejó de tener importancia o que nunca la tuvo; dice, incluso, que esto no le sorprendió: “Ningún acto fascista me es extraño en este momento; el que me hayan botado no me dolió, porque a uno le duelen las cosas según de quien vienen, y eso fue casi un aplauso”.

Todo lo dice con esa voz ronca que va y viene; habla bajito, dice, por los años que trabajó en la televisión. Su metro y medio de estatura comienza con unos zapaticos marrón claro mínimos y termina con cabello corto, como de hombre. Las piernas, la izquierda sobre la derecha, no se descruzan nunca. Sus manos, que son una cédula de identidad, dicen que nació en el año 1924; con la diestra acaricia al perro que se queda sentado a su lado durante toda la entrevista. El otro perro, como quien ya ha escuchado suficientes entrevistas de su dueña, se retira apenas ella responde el «¿qué tal?» inicial.

“Estoy sobreviviendo, como todos los venezolanos”. Sin importar la pregunta, siempre termina por referirse al entorno nacional; su pasado periodístico la lleva siempre por el camino de la realidad. Evoca el oficio acompañándose de un suspiro y una sonrisa: “No hay nada mejor que el periodismo, es una maravilla; lo recuerdo con mucho placer”. Entonces sonríe más intensamente y esa segunda sonrisa tumba, de un golpe y sin permiso, su reputación de dura, de intransigente.

“Sé amar, no sé odiar. Aunque parezca una frase hecha, lo que digo es auténticamente cierto. Me parece horrible odiar; me gusta trabajar con la gente, respetar el trabajo del otro: darles la posibilidad de crecer a todos”. Así, un museo que al comienzo sólo era conformado por ella y los ochocientos metros cuadrados de construcción, ahora tiene veintiún mil metros cuadrados, doscientos doce empleados y una colección permanente de cuatro mil diecinueve obras. La ilusión de darles a los venezolanos el mejor museo de arte contemporáneo de América Latina se hizo realidad gracias a Sofía Imber; que la convirtió, como dice ella, en “el contemporáneo”.

También en su casa hay algo de ese ambiente; ésta tiene más de museo que lo que tiene de casa: tres esculturas aquí, cinco cuadros allá y algo de artesanía también abundan por doquier; al respecto comenta la entrevistada: “Éstas son obras que he coleccionado durante varios años”. No hay suficiente pared para todos los cuadros; detrás de Sofía hay una estantería que está –del piso al techo– repleta de libros de arte, pero, cubriendo la mayoría de los libros, hay seis cuadros que no encontraron un lugar junto a los otros: éstos cuelgan desde el tramo más alto del estante y parece imposible sacar un libro, ya que los libros son la pared de esos cuadros. “Tengo que levantar los cuadros para bajar los libros de la estantería; es un gran trabajo, pero todo cuesta trabajo”, dice con naturalidad.

Ya va atardeciendo y Sofía Imber insiste en prender las luces para vencer la creciente oscuridad; se levanta con dificultad, “por la rodilla mala”. Ya menos oscuro todo, se vuelve a sentar junto al perro que todavía parece escuchar con interés, se voltea a ver los libros secuestrados por los cuadros y devuelve la mirada hacia el frente.

Cuando rememora sube los ojos, como buscando su pasado en el techo de la habitación. Por un rato guarda silencio; un silencio que nunca llega a ser incómodo, que no se apresura a romper, y que sólo es interrumpido por los pájaros, que cantan a todo dar antes de que anochezca. “No hay mejor despertar que el de los pájaros; no es como los despertadores. Cuando Carlos y yo teníamos el programa teníamos que llegar al estudio a las 4:45 de la madrugada, poníamos cinco despertadores para no quedarnos dormidos. En los treinta y tres años que tuvimos que llegar a esa hora, nunca llegamos tarde”.

Durante esos treinta y tres años, ella y su esposo Carlos Rangel despertaban al país con el programa Buenos días; “uno sigue consiguiéndose a gente que en aquella época era todavía muy joven y que te cuenta cómo su papá lo sentaba en frente de la televisión a ver el programa. En él no se llegaba a los términos de ahora, de tanta discusión y pelea. Hoy yo preguntaría en el programa cómo debe ser la educación en un país tan rico y tan pobre como Venezuela; el periodista trabaja dentro del momento político en el que vive. Yo tendría invitados que supieran explicar esto que estamos viviendo. Los programas deben ser así, deben tener un sentido, como las instituciones”.

Lo que fue bueno para Buenos días fue bueno para el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber. “Dirigí el museo como si fuera un periódico porque el museo, como los medios, tiene que estar ahí para la gente. Se pueden leer los cuadros como lees la página de un diario. El que entra en un museo es atravesado por ese museo; aunque no le guste lo que ve, lo observado crea un efecto en él”, esto lo dice con la seguridad de quien dirigió un museo durante veintiocho años. “Nuestro museo tenía la meta absoluta de estar ahí para la gente, de ser para ellos. Quisimos lograr que hubiera un intercambio constante y lo hicimos plenamente; invitamos a la gente del barrio a que viera las exposiciones, hicimos salas especiales para ciegos. El museo fue una institución viva”, aunque todo esto sea parte de su pasado, se sienten en su voz las ganas del presente.

A esa voz no le duele el pasado; pasa por él como se pasa por las páginas que ya se leyeron, que ya aportaron lo que tenían que aportar. “Recuerdo todo de Carlos; me hace mucha falta, fue mi gran compañero de vida, pero no me duele esa pérdida: no es un pérdida porque todavía lo tengo conmigo”. En la cara de Sofía Imber perduran las sonrisas: su sonrisa; ni ella ni su dueña son dolientes del pasado, porque en todo ve futuro: un futuro que se niega a predecir, o incluso a recomendar. “Los jóvenes saben el papel que tienen que desempeñar en este país, ellos mismos encontrarán su camino sin que nadie se los muestre. Dar consejos es un poco necio, porque nadie hace caso; yo doy consejos y nadie me hace caso, a mí me han dado muchísimos que no he seguido”. De los pocos a los que les ha hecho caso, acaso el único, está uno del escritor inglés Bertrand Russell: «no hay que temer pertenecer a una pequeña minoría». Ella confiesa que esa es su frase preferida: “La uso cada día; si no lo hiciera, no hubiera podido levantar el museo ni nada en la vida. Uno no debe tener miedo de decir cosas distintas, ni de ser diferente. Nunca fui una persona conformista, por eso me han botado de tantos sitios”.

Desde la esquina de ese sofá de cuero azul todo está claro para Sofía Imber; responde todo con la seguridad de sus ochenta y tres años y sólo pronuncia un “no sé” en toda la entrevista. Lleva un reloj en la muñeca derecha y otro en la izquierda, los dos marcando la misma hora: “Eso sí no sé por qué; desde que pude comprarme el segundo, siempre tengo los dos puestos”. Ella mira a los ojos con una sonrisa, divertida ante la pregunta para la cual, por fin, no tiene una respuesta.

Se despide con la misma sonrisa que inauguró al saludar. Casi por accidente suelta algo que suena mucho a consejo y poco a necedad: “Cuando se escribe, a uno le gusta lo que escribió y se hace con honestidad no importa si no le gusta a los demás”.


Por Ángel Zambrano Cobo
Foto Natalia Brand / Asistente: Anita Carli

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