lunes, 5 de enero de 2009

Pluma & Papel: LOS MANGOS

Federico Vegas


Arquitecto de profesión y graduado de la Universidad Central de Venezuela. Federico ha impartido clases de Diseño Arquitectónico en su Alma Mater y en la Universidad de Princenton. Tras haber dedicado parte de su vida a la estética urbana, dio paso a una nueva faceta: la literatura, a la que considera "lo mismo de la arquitectura" pues en ambas se narra y se construye un escenario donde ocurrirán otras cosas. Su especial talento le ha llevado a publicar tres cuentos, tres novelas, dos colecciones de ensayos y artículos periodísticos. Además, ganó el primer lugar en el concurso anual de cuentos del diario El Nacional. En Ojo estamos muy contentos de poder contar con un cuento de su autoría en nuestra segunda edición.




Por Federico Vegas

Los Mangos




I
Mi colegio quedaba al norte de Chacao, muy cerca del Ávila, donde la ciudad se va deshaciendo en montaña. Los primeros años los pasé rodeado de monjas y de mangos. De las monjas sólo recuerdo un olor a tela planchada demasiadas veces, y algunas manos y mejillas. De los mangos tengo más recuerdos. Nunca he vuelto a ver tantas ramas cargarse y descargarse con armonía tan pletórica.
Nuestros días transcurrían entre el blanco y el amarillo. Llegábamos al colegio con temores hacia ese brillo almidonado de las cofias que a toda hora encandila, y regresábamos a casa con ensueños de conchas y firme pulpa.
Cada día de la semana nos amontonábamos olorosos a huevo tibio en una camioneta manejada por un estilo distinto de madre. Se turnaban los viajes: Chevrolet verde, pálida, chiquita y ausente los lunes. Opel blanca, nueva, somnolienta y amante de la música los martes. Los miércoles, una Renault negra tiesa y pendiente del espejo retrovisor. Una Ford crema, bella y serena como sólo puede serlo una madre, los jueves. Pontiac azul y olores divinos los viernes.
La mujer de los viernes se recién estrenaba de señora, y le divertía serlo. Disfrutaba observando a las otras mujeres que en otras camionetas esperaban a otros niños con otros bultos, y de todo lo que entraba y salía de su nueva camioneta, de su hijo, de nuestros recuentos del día entrecruzándose por los asientos. Su alegría siempre era nueva e inesperada. Le brotaban desde carcajadas que la obligaban a dar frenazos hasta suspiros imperceptibles con ligeros vaivenes de cabellera y volante. Yo la espiaba siempre de perfil y con sigilosa pasión. Me pasaba todo el viernes aguardando ese último viaje de vuelta a casa, cuando ella nos esperaba al final de la tarde, con la puerta abierta, bella, perfumada y feliz de recogernos.




II
Su hijo, el más pequeño del grupo, era de esos que se abrazan al bulto. Como demostración de mi veneración por su madre, decidí protegerlo. Me convertí en un ángel guardián invisible que lo vigilaba a distancia en los recreos. Una mañana había viento y los árboles se mecían generosos. A los mangos no hacía falta tumbarlos, caían maduros y lentos sobre las monjas, sobre los techos de asbesto, en los bebederos, entre los pies o espantando a las avispas frenéticas que lamían la carne de otros mangos recientes.


Cerca de los baños alguien molestaba a mi protegido empujándolo contra un árbol de cachitos, y decidí lanzar en secreto un mango verde contra el agresor. Pero siempre he tenido más fe que puntería y esa vez le pegué al hijo de mi Reina en la frente, con tal fuerza, que cayó sin sentido frente a su enemigo. El efecto fue mágico: cuando el agresor vio a su presa desvanecerse por el impacto de un mango que caía del cielo, llamó a otros compañeros y les explicó lo sucedido. El grupo rodeó a la víctima con respeto. Yo también me acerqué a los bordes del círculo. Observamos la palidez de su desmayo y discutimos si estaría o no muerto. Detallamos los primeros temblores en los párpados y la expresión de los ojos cuando volvió a enfocar. Todos querían saber qué formas y colores aparecen cuando uno se desmaya. El resucitado demostró tener creatividad espiritista y adquirió cierta popularidad.
Esa tarde aprendí que un verdadero Angel de la Guarda sólo puede recurrir a métodos etéreos, más dependientes del azar que de la cordura. Camino a casa en la Pontiac azul escuché orgulloso la versión de mi protegido, mientras su madre manejaba con una mano y con la otra le sobaba el chichón oloroso a pepsina.
Algo estaría percibiendo la madre de mi abnegada vigilancia. El próximo viernes en la mañana, apenas me monté en la camioneta, ella alargó el brazo y su mano flotó sobre mis pantalones cortos en un vuelo rasante que hizo levitar mis rodillas. Creí que iba a tocarme, a palparme, y cerré los ojos. Al abrirlos, vi como sus dedos aterrizaban en el seguro de la puerta. Era tan sólo el ritual de siempre.




III
El viernes que cambiaría mi vida, mis ansiedades se fueron alborotando durante el día, y no había mejor manera de calmar los nervios que comer mangos. El arte supremo era escoger en el árbol uno maduro, tumbarlo con uno verde, y agarrarlo en la caída para que no se magullara al chocar contra el suelo. Yo tenía tan mala puntería que una vez mi primo Luis Gerónimo me dijo con sincera preocupación:
Lanza con los ojos cerrados, deja que la suerte te ayude.
Mi brazo, caprichoso y desobediente, no guardaba relación con los designios de mis ojos. Aún así, nunca perdí la esperanza de tumbar el mango ideal. A veces aparecía uno, más allá de las primeras ramas, y había que fijar la vista donde una ráfaga de viento había permitido al sol hallar camino y encender brevemente aquellos matices dorados y rosados, tan de piel. Uno lanzaba al embudo de sombras donde había estado aquella aparición y esperaba los murmullos alados del mango al caer entre las hojas. Esa era siempre mi meta, aquel mango imposible, de dudosa existencia, que justificaba mis cientos de lanzamientos erráticos con su utopía. Una sola vez logré tumbar uno, y era tan noble y hermoso que no me atreví a comérmelo. No hacía falta, aquel único triunfo premiaba con creces mi infancia de desaciertos.
Todo defecto se explica en una virtud. Si bien yo era inútil para acertar en lo lejano, y malo coordinando la vista a esos súbitos movimientos de mi cuerpo que requiere un lanzamiento; tenía, en cambio, una asombrosa facilidad para trepar. Moneaba matas como nadie en el colegio. Más de una vez bajé intactas hermosas frutas de árboles que los cazadores suponían vacíos. Recuerdo que iniciaba el ascenso con un primer abrazo amodorrado a la parte más gruesa y rugosa del tronco. Este primer paso era áspero, sin emociones; pero apenas llegaba a las primeras ramas y con pausas y lentitud comenzaba la selección de las posibles rutas, vibraba en mi piel un suspenso que se tragaba la pereza y el miedo, y ya sólo pensaba en ascender.
Llegué a distinguir con fugaces golpes de vista lo flexible de lo seco, la proximidad de hormigas y avispas, las distancias que se ajustaban a mis saltos. No siempre la razón y el cálculo guiaban mis aventuras, a veces había un último centímetro, una última tentación cuyos riesgos desconocía y me quedaba alelado, sin pensar en nada, como si la ignorancia me hiciera más etéreo. Aquellos estados de angelical inocencia ciertamente han debido protegerme de caídas terribles.
Ya en las alturas lanzaba los mangos a mis amigos que los atajaban en la camisa como los bomberos a los suicidas. Uno por uno, hasta llegar al más bello, el cual soltaba gritando orgulloso mientras abría la mano:
¡Este es el mío!
Terminada la faena, tenía algo de tiempo para dar un vistazo al colegio y a la ciudad, para pensar en mis cosas. Ese viernes pensé, con la copa del árbol en la cintura, que si ella me viera allí, tan alto, más ágil y valiente que todos en el colegio, que su marido y mi padre, se avergonzaría por estar enamorada de un niño. “No importa”, pensé, yo sabría perdonarla.
Al bajar sólo hacía falta distender mi cuerpo y dejar que la gravedad se apoderara de mis músculos. Apenas rozaba las ramas en mi viaje por una ruta que ya había conocido bien durante el ascenso.
Ya sentado en las raíces, comía mangos en silencio. Ese viernes, comí demasiados. Lo mejor era el primer mordisco. Rasgar la concha, revelar la fruta, dejar al jugo viscoso bajar por el cuello, cerrar los ojos hasta unir olores y sensaciones, sabores ácidos y dulces, a los besos que algún día habría de dar y recibir.




IV
Ese viernes había estado comiendo mangos desde la mañana, dos por recreo, chupando la pepa hasta dejarla blanca, carrasposa y lampiña, hasta hartarme y odiar las hilachas que se aferraban a mis dientes como dolorosas cuñas.
Cuando faltaban minutos para el timbre de salida, en un breve y pésimo cálculo de los verdaderos propósitos de mis vísceras, confundí vientos con chubascos y me llevé la peor sorpresa que un enamorado puede soportar un viernes en la tarde, justo a las cuatro y media, hora de partir a mi ansiada cita semanal.
Corrí hacia la camioneta tratando de dejar atrás varias de esas gordas moscas, conocidas en Villa Loyola como rondaloncheras. Varias habían olido ese manjar que las enloquece y se había corrido la voz. Todas sabían ya de mi tragedia. Corrí, corrí mucho. Creo haberle dado la vuelta a varios árboles para despistarlas, pero apenas entré en la camioneta y tranqué la puerta me di cuenta de que se había colado la más terca y golosa. Apreté las piernas con fuerza mientras la mosca de ojos verdinegros, aprovechándose de mi inmovilidad, exploraba y vibraba enloquecida, lamiendo la tela de mis pantalones de caqui.
Como éramos varios niños pensé que me convenía sentarme con desenfado en la punta de adelante y así lucir más inocente que los de atrás. Quise creer que la evidencia, más bien pequeña y fría, ya estaría seca, pero al ver a mi Reina sonriente, con zarcillos de grandes aros dorados brotando por entre el cabello suelto, retornó aquel terror pegostoso.
A las tres cuadras ella diría unas breves palabras. No sería algo indirecto como: "Foti, foti, foti"; o un hipócrita "¿Alguien aquí cómo que pisó algo?..”; o el terrible: "¿Quién fue el cerdito?". Su frase y su expresión serían simples y sinceras. Me preguntó con aire de alegre complicidad mientras me acariciaba la pollina:
—¿Te cagaste, mi amor?
Todos en la camioneta rieron tranquilos y sin malicia gracias a aquella dulce canción. La mierda aún era parte de nuestro reino y ella había sabido darle dulzura a mi desgracia. Es cierto que una mujer puede ser bella y comprensiva, pero quizás asumí desde entonces, con demasiada convicción, que la belleza es sinónimo de comprensión y ternura.
Esta peligrosa interpretación he podido superarla o, al menos, orientarla a mi favor. Lo que desde entonces no ha tenido cura es mi definitiva aversión a los mangos, alergia que en verdad lamento.

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